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SANGRE DE TOPO

Zdravka Evtimova

web

A mi tienda vienen pocos clientes - dan una ojeada a las jaulas de los animal es y no suelen comprar nada. El local es estrecho, una persona más corpulenta no podrá girar, enfrente de ella se desperezan sapos, lagartos, lombrices. Vienen profesores, que retiran un conjunto de animales de laboratorio para las clases de biología, a veces pasan pescadores para rebuscar en las cajas de gueldo. Voy a cerrar esta tienda, no puedo cubrir las pérdidas. Pero estoy tan acostumbrada a esta habitación estúpida, a la oscuridad y al olor de formalina. Me van a dar más pena que ninguno las lagartijas, que tienen ojos como lentejas. No sé qué hacer con estos asustadizos seres, espero que no los maten después de las explicaciones.

Un día entró una mujer en la tienda. Era pequeña, apocada como un montoncito de nieve en primavera. Se acercó a mí. En la penumbra sus blancas manos parecían peces muertos. No me miró, no dijo nada, sólo apoyo sus codos en el mostrador. Seguro que no venía para comprar algo, simplemente se había sentido desfallecida en la calle. Se mecía levemente; como era tan delgada, casi se iba a caer, si no la hubiera cogido por la mano. Ella callaba. No se parecía para nada a mis clientes.

- ¿Tiene topos? - preguntó de repente la desconocida. Sus ojos brillaron como una telaraña vieja y rota con una pequeña araña en su centro - la pupil a.

- ¿Topos? - y me detuve. Tenía que decirle que nunca había vendido topos, que nunca los había visto. La mujer quería oír otra cosa - su mirada ardía, sus manos se extendían hacia mí. No podía ayudarla, lo sabía.

- No tengo - dije. Ella suspiró; después, de repente, se giró hacia un lado sin proferir ni una palabra. Estaba encogida, intentaba desesperadamente sofocar el desencanto en sus pasos silenciosos.

- ¡Hey, espere! - grité. - Puede ser que tenga un topo. - No sé por qué lo dije.

Se detuvo. Me mi ró.

- La sangre de topo sana - susurró la mujer. - Se deben beber tres gotas.

Se apoderó de mí el miedo. Una congoja cincelaba sus ojos.

- Por lo menos calma el dolor un poco, dicen... - susurró ella; después, su voz se apagó por completo.

- ¿Usted está enferma? - demandé, sin pensar con cuánta carga adicional la atormentaba.

- ...mi hijo.

Temblaron las minúsculas arruguitas que contornaban sus párpados transparentes. Sus manos, enflaquecidas como ramas resecas, se retiraron del mostrador. Quería tranquilizarla, darle algo - cuanto menos un vaso de agua. Ella miraba por tierra, sus hombros eran estrechos y se contraían aún más dentro de su abrigo azul oscuro.

- ¿Quiere agua? - No dijo nada. Al tomar el vaso y beber de él, la red de arruguitas alrededor de sus ojos comenzaron a temblar todavía más fuerte. - Nada, nada - me puse a parlotear. No sabía cómo continuar. Ella se dio la vuelta y se dirigió encorvada hacia la puerta.

- Le voy a dar sangre de topo - grité.

La mujer se detuvo. Se llevó la mano a la frente y no la retiró.

Escapé a la habitacioncita trasera. No pensaba en lo que estaba haciendo, no me interesaba que la iba a engañar. Dentro, en la penumbra, las lagartijas me miraban. No tenía de dónde sacar la sangre. Topos no tenía. La mujer me esperaba afuera. Tal vez todavía no había retirado su mano de los ojos. Entorné la puerta para que no me viera. Hendí mi muñeca con un cortaplumas que siempre tenía en el cajón para los lápices y el papel de cartas. De la heridita empezó a manar sangre lentamen te. No dolía, pero me daba miedo mirar cómo goteaba en el frasquito. Se acumuló un poco - como si fueran brasas centelleantes. Salí de la pequeña habitación trasera, me apresuré hacia la mujer.

- Aquí tiene - dije. - ¡De topo es esta sangre!

Ella no abrió boca, clavó su mirada en mi mano, por la que todavía corrían gotas de sangre. Escondí el codo detrás de la espalda. La mujer me miraba, callaba. Giró hacia la puerta. La alcancé, estrujé el frasquito de vidrio en sus manos.

- ¡De topo es! ¡De topo es!

Cog ió lentamente el frasquito. Dentro relucía la sangre como un fuego moribundo. Tras un momento, sacó dinero de su bolso raído, desde hacía mucho tiempo descolorido.

- No, no lo quiero - dije.

La mujer no me miró. Arrojó los billetes sobre la mesa y se dirigió hacia la puerta. Quería despedirme de ella, o por lo menos darle agua de nuevo antes de que se fuera. Tenía la sensación de no hacerle falta, de que no necesitaba a nadie. Me quedé sola en la tienda. Los animales me miraban desde sus jaulas. Como siempre.

El otoño continuaba a cubrir la ciudad con días de niebla, idénticos como mellizos a las inútiles hojas amarillas de los árboles. Pronto tendría que cerrar la tienda para siempre. Aquella mujer podía volver. Sabía yo que ella sólo iba a estar en silencio. Era poco probable que se fuese a salvar su hijo con la sangre de topo, y sin embargo yo la había engañado. Fuera estaba helado. La gente pasaba rápido ante el escaparate de mi tiendecilla; sólo los muchachos se paraban para mirar los animales disecados. No tenía clientes con este frio.

Una mañana, la puerta se abrió. Entró ella, la mujercita minúscula. Se abalanzó hacia mí. Quise refugiarme en el oscuro pasillo adyacente, pero ella me alcanzó. Me abrazó. Era muy flaca y muy ligera. Lloraba. La cogí para que no se cayese, tan endeble parecía. De repente, alzó mi mano izquierda. La señal de la herida había desaparecida, pero ella descubrió el sitio. Pegó sus labios a mi muñeca, sus lágrimas humedecieron la piel de mi mano, y la manga de mi bata azul de trabajo.

- Él camina - sollozó la mujer y escondió con la palma de la mano su sonrisa insegura.

Quería darme dinero. Había traído algo en un gran bolso marrón. Me agarraba por la mano, no quería irse. Me daba la sensación de que ella había adquirido firmeza, de que sus pequeños dedos eran más fuertes y no temblaban. Me despedí de ella, pero ella se quedó largo rato en la esquina - pequeña y sonriente en el frio. Después la calle se despobló. Talmente atrayente me pareció el antiguo, estúpido olor de formalina. Los animales eran preciosos y yo los quería como si fueran mis críos.

Esa misma tarde, un hombre se llegó ante el mostrador, en la habitación oscura. Alto, jorobado, atemorizado.

- ¿Tiene sangre de topo? - preguntó; sus ojos pegados a mi rostro no parpadeaban.

Su mirada me asustó.

- No tengo. Nunca he vendido topos aquí.

- ¡Usted la tiene, la tiene! Mi mujer va a morir. ¡Sólo tres gotas! - se apoderó de mi mano izquierda, me forzó a levantar mi muñeca, me la retorció.

- ¡Tres gotas! ¡De lo contrario la voy a perder!

Mi sangre fluyó muy lentamente del corte. El hombre sujetaba el frasquito, las gotas rodaban lentamente hacia el fondo. Después, el hombre se marchó, dejando dinero sobre la mesa.

La mañana siguiente, delante de la puerta de la tiendecilla, me esperaba una muchedumbre de gente. Sus manos empuñaban navajas y frasquitos.

- ¡Sangre de topo! ¡Sangre de topo! - gritaban, chillaban, se empujaban los unos a los otros.

Todos tenían una pena en casa y un cuchillo en la mano.

 

 

© Zdravka Evtimova
© Rada Gankova, traducción al castellano
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© E-magazine LiterNet, 02.04.2017, № 4 (209)